luni, 27 iunie 2011

La tienda de los horrores – Drácula de Bram Stoker

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¿Qué tiene esta historia para derramar tanto magnetismo?
Se cuenta que el propio autor de la novela, Bram Stoker, consumido por su obsesión por el vampiro, murió enloquecido y mirando aterrorizado, señalando con el dedo a las esquinas en sombra o bajo la cama y gritando ¡strigoiu! (vampiro, en rumano). Sabida también es la deriva a la locura de Bela Lugosi, el más célebre Drácula del cine, magníficamente recreado en su senectud por Martin Landau en la estupenda Ed Wood, de Tim Burton.

Bram Stoker mezcló los personajes históricos de Vlad, príncipe de Transilvania y Valaquia (cruel guerrero y aún más cruel gobernante) y la condesa húngara Bathory (cuyos entretenimientos rayaban en el exotismo más sanguinario hasta el punto de bañarse en sangre de sus súbditas vírgenes y cosas aún peores) con el vampiro que inventó John Polidori, escritor escocés y médico de Lord Byron (y cuya creación fue producto de la misma noche de historias de fantasmas de Villa Diodati a raíz de la cual Mary Shelley ideó su Frankenstein) para crear al conde Drácula, al no muerto, el personaje más magnético del terror de todos los tiempos, nada que ver con esas chorradas que escribe Anne Rice.
Cinematográficamente hablando, fue F. W. Murnau, el gran maestro alemán, quien intentó en primer lugar llevar al cine la novela de Stoker, todo un éxito de ventas desde su pulicación en 1897. Un conflicto por los derechos de la historia hizo que Murnau tuviese que rodar su propia historia de vampiros en 1922 al margen de la novela, pero con apenas disimuladas conexiones con ella, Nosferatu, versionada a su vez en los setenta por Werner Herzog y con Klaus Kinski haciendo de Max Schreck, y parodiados más tarde en La sombra del vampiro, de Elias Mehrige y con Willem Dafoe como vampiro. Aunque, si de parodias hablamos, para mí la mejor es la que sobre el mito del vampiro rodó en 1965 Roman Polanski, El baile de los vampiros (The fearless vampire killers or Pardon, but your teeth are in my neck), que mezcla hilarantes escenas con algunas de absorbente terror que ya quisieran muchas adaptaciones serias.
Tras una curiosa película mexicana de 1920, El ataúd del vampiro, Tod Browning fue quien, en 1931, inmortalizó para siempre, en la que a estas alturas sigue siendo la mejor versión en la pantalla, la estética, la imagen, los caracteres físicos, los modales y maneras del conde Drácula que ha permanecido en el inconsciente colectivo, más allá de los personajes reales que lo inspiraron o que incluso el personaje literario. Drácula es Bela Lugosi, y no otro, con un discreto segundo puesto en el escalafón para Christopher Lee, quien interpretó al conde en varias películas de la productora británica Hammer, mucho más sanguinario, menos sutil, y con un erotismo incipiente. En 1979 una nueva versión a cargo de John Badham y con Frank Langella como protagonista, volvió a elevar el listón de calidad en lo que a llevar a Drácula a la pantalla se refiere en, quizá, la versión más fiel a la novela, y no exenta de encanto y buenas interpretaciones.
Pero en estas que llegó Francis Ford Coppola, el maestro de la saga de El Padrino o Apocalypse Now, y se le ocurre adaptar de nuevo la obra de Bram Stoker, haciéndole incluso aparecer en el título para marcar lo que iba a ser la adaptación más fiel a la pantalla, y la caga, pero bien cagada.
Porque, queriendo alejarse de los tópicos y acercándose al personaje desde el prisma de un perturbado por un amor perdido, que lo que quiere es recuperar a su amada y vivir feliz junto a ella, quizá logre alejarse de la apariencia tan manida del vampiro, pero también le roba su esencia (Gary Oldman parece escapado de un grupo heavy cuando va vestido de gentleman, y una mezcla entre la Duquesa de Alba y la Reina Isabel II – auténtica descendiente de los soberanos de Transilvania, por cierto – cuando va de vampiro avejentado y acabado con esa bata de seda roja y cola kilométrica, arrastrándose por los muros del castillo y devorando ratas y otros bichos infectos).
Coppola crea una gran atmósfera casi de ópera, con escenarios grandiosos y monumentales, pero el ritmo de la película es lento, introduce elementos de erotismo que quizá estén encajados con calzador, coloca a un insulso (como siempre) Keanu Reeves y a una petardísima (como siempre, también) Winona Ryder en papeles demasiado importantes, y ni siquiera Anthony Hopkins ofrece nada más que una interpretación histriónica y caricaturesca, empeorada aún más por el cutre doblaje al castellano.
El problema es que la película, que no está exenta de puntuales imágenes atractivas y cautivadoras, es aburrida, se alarga demasiado, es reiterativa, y de repente aumenta el ritmo de modo endiablado como si el director se hubiera acordado de que tenía que terminarla. La tan pretendida adaptación se queda a medio gas, porque omite pasajes importantísimos y decisivos en los que interviene el personaje de Renfield, hay continuos saltos de tensión, y los personajes resultan antipáticos, especialmente el vampiro, que no tiene nada del carisma que le pusieron otros intérpretes.
En resumidas cuentas, las imágenes indudablemente atractivas que aparecen en la película no van acompañadas por un guión que sea realmente una adaptación de la novela, ni por unas buenas y creíbles interpretaciones, ni siquiera logra transmitir esa inquietud, ese magnetismo terrorífico que la cinta de Browning llega a hacer sentir al espectador, hasta el punto de que llega a temerse la próxima aparición del conde, mientras que aquí, más que conde, parece un freak (y así cerramos el círculo, y volvemos a Tod Browning), o una estrella del rock en horas bajas.
Y hablando de rock, capítulo aparte la música de la película, sin duda, lo mejor, de Wojciech Kilar y la cantante ex-Eurythmics, Annie Lennox.

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